viernes, 12 de agosto de 2016
CAPITULO 4: (TERCERA HISTORIA)
Paula Chaves había olvidado lo mucho que aborrecía el cachemir. Hacía que le picara la parte trasera del cuello.
Pero el suéter de hacía doce años color lavanda que llevaba era la prenda más cara que tenía. Así que, dos días antes, lo había sacado del armario y ventilado sabiendo que ese día tendría que tener un aire digno, tenía que parecer la mejor.
Aun así, mientras estaba sentada en las impecablemente decoradas oficinas de Alfonso Security, tenía que hacer un gran esfuerzo para no rascarse la nuca con las uñas.
Hacerlo habría dejado marcas rojas en la piel. Era una vanidad tonta, pero para ver a Pedro tras casi quince años, no quería aparecer llena de manchas.
Ya estaba suficientemente nerviosa como para añadir la piel enrojecida a su lista de problemas.
¿Qué pasaba si no quería volver a verla? Si ése fuera el caso, los siguientes veinte minutos iban a ser muy incómodos. Sobre todo cuando le pidiera cincuenta mil dólares.
Antes de que tuviera tiempo de contemplar esa posibilidad, la puerta del despacho se abrió y salió el mismo hombre de aspecto adusto que había entrado diez minutos antes. Le dedicó una mirada valorativa y tuvo la impresión de que Pedro y él habían estado hablando de ella.
—Señorita Chaves, el señor Alfonso la recibirá ahora —dijo la recepcionista.
Paula entró con aire despreocupado en el despacho. En el momento en que vio el rostro de Pedro, supo que había sido un error ir. Supo que sus esperanzas de que hubiera olvidado lo que pasó, de que incluso la hubiera perdonado, eran infundadas. Su expresión así lo decía.
Estaba de pie tras su mesa, con todos los músculos de su cuerpo en tensión, como si ella fuese una medusa de su pasado que lo había convertido en una estatua de odio contenido. Pero, claro, como era Pedro, no parecía enfadado porque ella se hubiera presentado allí. No, parecía fosilizado.
El mismo aspecto que cuando algunos profesores preocupados intentaban hablar con él del problema de alcoholismo de su padre.
Seguramente era la única persona en el mundo que sabía que su desinterés completo en realidad significaba una hirviente cólera. Y no se había movido. No la había perdonado. Y no le prestaría el dinero. Tendría suerte si no llamaba a los guardias de seguridad para que la sacaran de allí.
Una risita histérica empezó a burbujearle en el pecho.
¿Tendrían los directores generales de las empresas de seguridad guardias de seguridad? La verdad era que no tenía aspecto de necesitarlos. Con los años sus hombros se habían ensanchado. Su físico, que siempre había sido alto y enjuto, como el de un nadador, había desarrollado volumen.
No, no necesitaría a nadie para echarla. Parecía más que capaz de hacerlo solo. Incluso podría disfrutarlo.
Pero ella se había pasado la vida enfrentándose a situaciones difíciles. Aquello no sería distinto.
—Hola, Pedro. Ha pasado mucho tiempo.
Esperó alguna clase de réplica del tipo de «no lo bastante», quizás.
Pero él se limitó a asentir sin que de su rostro desapareciera el frío gesto de disgusto.
—Paula —acompañó la palabra de una breve inclinación de cabeza.
Sólo por ese gesto supo que era un saludo y no un insulto.
—¿Cómo te ha ido? —preguntó ella. Le pareció grosero saltar directamente al tema del dinero.
—Dejemos a un lado las formalidades. Debes de querer algo de mí o no estarías aquí.
—Así es —hizo un gesto en dirección a la silla que había frente a la mesa—. ¿Puedo sentarme?
Pareció considerar la pregunta un minuto antes de asentir.
Quizá si los dos estaban sentados, podría controlar su miedo de que saltara por encima de la mesa y cayera sobre ella como un puma. Sin embargo, en lugar de sentarse cuando ella lo hizo, siguió de pie apoyado en la mesa con una humeante taza de café en la mano.
—Debes saber que sea lo que sea lo que quieras, no te lo daré.
—No es para mí, si eso supone alguna diferencia.
—Ninguna.
El Pedro que había conocido hablaba con un ligero acento del este de Texas, pero ese Pedro había cambiado sus arrastradas sílabas por un blando acento del Medio Oeste.
¿Qué más pasado habría ocultado?
Aunque eso no le importaba. Estaba allí sólo por una razón.
Para salvar a su hermano pequeño.
—Es por Ramiro.
—No me importa…
Ella habló a toda prisa interrumpiendo su argumentación con una desesperación palpable.
—Te necesito, Pedro. Sabes que no te pediría ayuda si pudiera recurrir a alguien más —él no dijo nada, así que siguió hablando—: Se ha metido en líos y debe dinero a una gente. Esa gente, los hermanos Mendoza… tengo un amigo que está en la policía que me ha hablado de ellos. Son… —no tuvo fuerzas para repetir lo que había oído.
Parecía que los Mendoza eran las nuevas promesas del crimen organizado de Dallas. Se estaban haciendo un nombre siendo más brutales y despiadados que ninguno de sus competidores. Estaban relacionados con una cadena de sangrientos crímenes, pero la fiscalía no había sido capaz de acusarlos de nada.
—Ramiro dice que lo han amenazado. Le van a cortar un dedo o algo así. Pero creo que se equivoca. Creo que va a ser mucho peor. Tiene miedo. Y yo tengo miedo por él.
Ramiro era la única familia que le quedaba. Desde que su madre había muerto cuando era una adolescente, su relación con su padre se había hecho cada vez más hostil.
No podía perder también a Ramiro.
Por un momento, la mirada de Pedro pareció suavizarse mientras la estudiaba. Entonces se irguió y rodeó el escritorio alejándose de ella.
—¿Por qué has recurrido a mí? Supongo que querrás que me encargue de ellos —hizo un amplio gesto con la mano, como apartando a un lado los problemas de Ramiro—. Supongo que piensas que como tengo una empresa de seguridad tengo una legión de matones a mis órdenes, pero ésa no es la clase de trabajo que hago.
—Sé lo que haces.
Arqueó una ceja como diciendo: «¿De verdad? Demuéstralo».
—Haces dinero —afirmó sucinta—. Mucho. Sé lo que vales.
Arqueó la otra ceja. Lo había sorprendido.
—No quiero que resuelvas su problema, quiero que pagues la deuda.
—Necesitas dinero —dijo despacio, añadiendo con ironía—: ¿Y no tienes nadie más a quien pedírselo?
A pesar de la vergüenza que sentía, se obligó a no apartar la mirada.
—No hay nadie más.
—Tu padre era el dueño de la mitad del condado.
No había hablado con su padre en más de diez años, pero la semana anterior había ido a implorarle. Se había puesto literalmente de rodillas. Le había pedido el dinero. Y le había dicho que no. En realidad se lo había escupido.
Su padre le había amargado la infancia con su obsesivo control. Le había arrancado la felicidad de las manos. Le había arrebatado a Pedro. Si no podía pedirle a él el dinero, entonces se lo podría pedir a Pedro… quien una vez la había amado. Seguro que si se lo explicaba…
—Ya conoces a mi padre —sonrió valiente esperando despertar algo de la antigua camaradería—. No aprueba el juego. Desheredó a Ramiro hace dos años.
—¿Y tú no puedes dejarle el dinero?
—Debe mucho —suspiró—. Cincuenta mil dólares. Podría hipotecar mi casa, pero pasarían semanas antes de que me dieran el dinero y, francamente, no vale mucho. Quizá conseguiría veinte o treinta mil.
—¿Quieres que te firme un cheque por cincuenta mil dólares? —preguntó con una sonrisa cínica.
—Sé que los tienes.
—¿Y por qué habría de dártelos? —su sonrisa se ensanchó.
—Tienes más dinero del que jamás soñaste. Es sólo una gota en el océano.
—¿Y por qué habría de dártelo? —repitió más despacio.
Ella consideró la pregunta un segundo ponderando por qué había estado tan segura de que la ayudaría. Deseando que la mirara a los ojos, respondió lo más sinceramente que pudo.
—Por nuestro pasado, supongo. Porque una vez me amaste. Porque una vez juraste qué harías cualquier cosa por mí. Porque…
—No —se enderezó y rodeó la mesa.
Mientras se sentaba en su silla, Paula tuvo la sensación de que la estaba despachando. Sintió pánico en la garganta.
—¿Así? ¿No?
Alzó la vista con gesto de «¿sigues aquí?».
Había trabajado duro los últimos diez años para controlar su impulso rebelde, pero estar frente a Pedro despertaba toda su capacidad de desafío adolescente.
—¿Así? ¿No? —repitió.
Reprimió la tentación de decir más cosas. No conocía a ese nuevo Pedro, pero la lógica le decía que mostrándose furiosa no conseguiría el dinero que necesitaba.
—Pensaba que podrías ofrecerme un poco más que eso.
—Soy un hombre de negocios, Paula. ¿Qué obtendría a cambio de ese dinero?
—La hipoteca —dijo sin pensar—. Empezaré con eso y haré los pagos. Yo…
—No —sacudió la cabeza—. No me parece un buen rédito para mi inversión.
Estaba jugando con ella. Era evidente que disfrutaba teniéndola a su merced. Resultaba un poco aterrorizador ese brillo de satisfacción en sus ojos. El hombre que tenía delante era un extraño.
Era gracioso que a Pedro eso no le hubiera gustado de adolescente. Había sido respetuoso, incluso tímido.
Estaba actuando así en ese momento sólo para castigarla.
Nunca había llevado bien que la presionaran. Por eso su padre y ella no se trataban. Toda la frustración que hervía dentro de ella encontraba el modo de salir en el peor de los tonos.
—Si quieres estar enfadado conmigo, está bien. Pero no es culpa de Ramiro. Es inocente.
—Si estaba tratando con los hermanos Mendoza, está muy lejos de ser inocente.
—¿Entonces sabes quiénes son? —se puso en estado de alerta.
—Sí.
—Entonces sabes lo desesperada que es la situación.
—Sí.
—¿Y aun así no me ayudarás?
—No sé por qué debería hacerlo.
Había vuelto al tono glacial. Paula hizo un esfuerzo para mirar por debajo de ese tono. Para encontrar alguna grieta en ese muro que había levantado entre los dos.
En algún lugar bajo esa fría fachada estaría el chico que una vez la había amado. Sólo tenía que conseguir hallar las palabras adecuadas para liberarlo.
—¿Qué es exactamente lo que quieres de mí, Pedro? Ya me he disculpado. ¿Quieres que te lo ruegue?
—¿Quieres saber lo que quiero? Quiero una compensación por lo que me hicisteis tú y tu familia. Te quiero a ti… —la señaló—, completamente a mi merced.
—Estoy completamente a tu merced —se apoyó las manos en las caderas y lo miró a los ojos—. No tengo nadie más a quien recurrir. Nadie más puede ayudarme.
—Vale —dijo él cruzando los brazos—. Entonces quiero la noche de bodas que jamás tuve. Te quiero en mi cama sólo una noche.
—¿Quieres que me acueste contigo por dinero? ¿Quieres que me prostituya?
—Llámalo como quieras, pero sí, eso es lo que quiero.
Una parte de él esperaba que lo abofeteara. O que le tirara algo. Pero ella se limitó a mirarlo como si hubiese sido ella la abofeteada. Tenía los ojos muy abiertos y estaba pálida por la conmoción. Pero no salió huyendo. No se marchó. No hizo nada de lo que esperaba que hiciera.
Había hecho una proposición tan ultrajante sólo porque sabía cómo reaccionaría. La Paula que él había conocido jamás habría dejado a un tipo que le hiciera semejante proposición. Jamás se arredraba ante un reto. Nadie la acosaba. Cuando la empujaban, devolvía el empujón.
Así que le había hecho esa proposición sabiendo que eso provocaría una bronca. Pero en lugar de enfadada parecía confundida. Quizá herida. Como si hubiera sido lo último que esperara de él. Y entonces, como si él no se estuviera sintiendo como el clásico imbécil que va dando patadas a los perros, la miró y en su expresión vio el efecto completo de sus insultantes palabras. Las mejillas de Paula se colorearon ligeramente.
Todo en él le impelía a retirar esas palabras. El chico de dieciocho años que una vez había sido se alzó en su cabeza convenciendo al hombre que era para que la protegiera. Sólo él sabía lo mucho que aborrecía ser vulnerable. Lo mucho que odiaba pedir algo. Sabía lo duro que debía de ser eso para ella. Quería tomarla entre sus brazos y mecerla.
Prometerle hacer cualquier cosa a su alcance para mantenerla a salvo. Para protegerla. Siempre.
No podía ser así, tenía que ser más fuerte. Era más fuerte.
Tenía que sacarla de allí, ya.
—Acepta mi oferta. Acéptala o vete.
Ella simplemente apretó los labios en un gesto de «esperaba algo mejor de ti», se dio la vuelta y se marchó. Él se recostó en la silla mientras el alivio lo llenaba: Se había ido. No tendría que volver a tratar con ella. Podía volver a su vida normal.
O eso creía.
No habían pasado quince minutos cuando la puerta se abrió con tanta fuerza que golpeó contra la pared. Paula, con gesto de determinación se acercó a su mesa y puso encima con un golpe una tarjeta de visita. Lo miró fijamente y dijo:
—Ahí tienes mi correo electrónico. Hazme saber la hora y el lugar y allí estaré. Lleva el talonario.
Un momento después se había ido y él se quedó mirando fijamente la tarjeta color crema.
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