viernes, 12 de agosto de 2016
CAPITULO 5: (TERCERA HISTORIA)
La tarde del viernes a las ocho y cuarenta y dos, aproximadamente veinticuatro horas después de recibir un correo electrónico que ponía simplemente: «En tu casa a las nueve, el viernes», Paula estaba empezando a preguntarse si no debería replantearse su estrategia.
Mientras recorría una y otra vez el salón, una sola pregunta la asaltaba: ¿cómo demonios había terminado metida en esa situación? Cuando llegó al centro de la habitación, rodeó a Harry, su viejo y artrítico greyhound. Se acercó al sillón de terciopelo rojo que miraba a la chimenea y se sentó en el borde dejando bastante espacio a los dos gatos que estaban acurrucados juntos formando un ying y un yang casi perfectos.
Annie, la gata negra, maulló protestando. Oliver, el gato gris, estiró una pata y empujó la pierna de Paula. Comprendió la indirecta y se levantó mirando con el ceño fruncido a las inútiles criaturas.
—Deberíais reconfortarme en lugar de echarme de mi sillón.
Pensó que el trato que le había ofrecido Pedro tenía que ver con algo más que la venganza. Su familia lo había herido. Lo había castigado por amarla. Ella, involuntariamente, había empeorado las cosas el miércoles. Había herido su orgullo.
Sabía que en realidad no la deseaba. Aquello no tenía nada que ver con el sexo. Lo que era bueno porque no tenía ninguna intención de acostarse con él. Él sólo necesitaba representar esa farsa para sentir que había recuperado su dignidad.
Parecía que el modo en que había terminado su relación le había hecho mucho daño. Pero en lugar de seguir con su vida, como había hecho ella, había vendado sus heridas con riqueza y éxito. Las heridas estaban ocultas para la mayoría de la gente, pero jamás habían cicatrizado.
Si todo iba bien esa noche, lo obligaría a enfrentarse con su pasado. Sería bueno para los dos. Hablarían de su breve matrimonio como adultos razonables, después de todo, ella era una mediadora cualificada. Sabía lo que hacía.
Al principio él podría resistirse, pero al final vería lo beneficioso de hablarlo todo. Y quizá, sólo quizá, entonces podría pedirle que le prestara el dinero. No que se lo diera, y desde luego no a cambio de… bueno, de nada. Sólo un sencillo préstamo que sería capaz de pagarle en… bueno, ochenta o noventa años. Su plan funcionaría. Porque la alternativa era impensable.
Para no pensar en lo que realmente era la alternativa, se dirigió a la cocina en busca de algo que le calmara los nervios. Al fondo de la despensa encontró una botella mediana de tequila que había quedado de las margaritas de la fiesta de Oscar. El timbre sonó justo cuando le quitaba el tapón. El sonido la dejó paralizada. Bebió un trago directamente de la botella haciendo una mueca mientras el tequila le bajaba quemando por la garganta. Aún sentía el calor en la boca cuando abrió la puerta.
Pedro no dijo nada. Se quedó de pie con el rostro en sombras dado que la luz que salía de la casa no conseguía iluminarlo.
—Hola, Pedro —dijo con voz remarcadamente tranquila.
«Verás lo fácil que va a ser esto. Dos adultos teniendo una conversación razonable».
La miró de arriba abajo, su mirada era fría mientras recorría los vaqueros y el suéter abrochado hasta arriba. Sus ojos se detuvieron en la boca haciendo que de repente fuera consciente de que se había estado mordiendo nerviosa los labios toda la tarde. Una expresión que no pudo interpretar cruzó su rostro. Si no lo hubiera conocido, si no hubiera sabido cuánto resentimiento sin resolver tenía hacia ella, habría interpretado su mirada como de deseo.
Dio un paso atrás para que pudiera entrar en la casa. En lugar de pasar a su lado, se detuvo a pocos centímetros de ella.
—¿Hay algún problema? —preguntó decidida a no notar cómo la miraba.
—Interesante vecindario —dijo arrastrando un poco las sílabas.
Vivía en el ecléctico sur de Dallas, en el barrio de Oak Cliff.
Su calle estaba llena de geniales casas antiguas, algunas de las cuales, como la suya, habían sido cuidadosamente restauradas y otras permanecían en un estado de negligente abandono. Esa parte de la ciudad tenía mala reputación, aunque era mucho más segura que veinte años antes.
—Gracias —sonrió haciendo como que interpretaba su comentario como un cumplido mientras daba un paso atrás para dejarle pasar.
Era agudamente consciente de que así, con los vaqueros y el suéter de algodón, tendría un aspecto muy casero, como su acogedor y desaliñado salón con su arañada tarima y sus antigüedades de mercadillo. Él, con su traje a medida, parecía completamente fuera de lugar.
—No es exactamente el sitio en el que habría esperado que viviera la hija de Antonio Chaves.
—Me gusta. Y no te preocupes, tu Lexus estará bien aparcado en la calle. Seguramente.
No debía provocar una discusión con él, pero sentía que debía defender su pequeño bungaló dado que la mayor parte de la reforma la había hecho ella misma. Y Pedro, más que nadie, debería ser capaz de recordar su pasado.
Él ignoró su comentario. La sorprendió agarrando con una mano el borde del suéter. El calor de sus nudillos acarició la piel de su vientre mientras jugaba con la tela.
—Por cincuenta mil dólares habría esperado un poco más de esfuerzo. Algo de seda, quizás.
—Con mi sueldo no puedo permitirme lencería de seda.
Él arqueó una ceja y un gesto de sorpresa pasó por su rostro.
Se maldijo de inmediato. No había sido la respuesta correcta. «Bueno, estúpido, tengo un armario lleno de ropa interior sexy que no vas a ver jamás». O quizá: «Si quieres ver la de seda, ofréceme más dinero». Algo que no hiciera que pareciera que lo había invitado por propia voluntad.
Abrió la boca para soltar un hiriente insulto, pero antes de que pudiera hacerlo él hizo un gesto en dirección a la botella de tequila que tenía en la mano.
—¿No me vas a ofrecer un trago?
En ese momento recordó ella la botella.
—Se me había olvidado que la llevaba.
Entonces deseó no haber dicho tampoco eso. Aún peor, cuando habló, él se inclinó hacia ella y fue evidente que le llegó su aliento a alcohol. Una sonrisa malévola iluminó su rostro.
—Has estado bebiendo antes de que llegara, debes de estar realmente nerviosa.
—Es eso lo que querías, ¿no?
—¿Crees que quiero ponerte nerviosa?
—Claro que sí —contenta por haber pasado tan deprisa del tema de la lencería, se dirigió a la cocina sin preocuparse de mirar si la seguía—. De eso va todo esto, ¿no? Es lo que dijiste el otro día. Me quieres completamente a tu merced. Me quieres vulnerable.
Sacó dos vasos de un armario. Sirvió tequila en los dos y después se dio la vuelta para darle uno.
Él la estudió durante un minuto antes de aceptar la bebida.
—Eso fue lo que dije.
Apoyando una cadera en la encimera de la cocina, buscó en el rostro de él alguna señal de que estuviera arrepentido de su desagradable proposición, pero a pesar de la tensión de las líneas de alrededor de la boca, no encontró ninguna señal de arrepentimiento.
Ese nuevo Pedro era áspero y fuerte. Duro. Con las defensas bien alzadas en su sitio como las murallas de un castillo. Pero también era receloso. Sobrio. Quizá herido.
—Vamos al grano —dijo ella.
—¿Quieres saltarte la copa e ir directa a la cama? —arqueó una ceja.
Sí que era duro, sí.
—Esto no tiene nada que ver con el sexo —dijo ella.
Mientras hablaba lo sobrepasó y salió de la cocina de vuelta al salón donde el espacio era un poco menos agobiante.
Sólo había dado unos pocos pasos dentro del salón cuando la agarró de un brazo y la hizo girar sobre sí misma hasta ponerla de cara a él.
—¿No? —preguntó.
—No.
Era difícil no desconcertarse. Después de todo, estaba acostumbrada a hablar de toda clase de temas personales y difíciles con extraños. Pero jamás se hablaba de temas que para ella eran personales. Su trabajo era ser empática, pero desapasionada. No podía implicarse. Así que se bebió un sorbo de tequila antes de seguir presionando.
—Esto tiene que ver con la venganza. Mi familia te trató mal y ahora quieres cobrártelo en carne.
Las palabras de Paula fueron un duro golpe para la contención que estaba intentando mantener con gran esfuerzo. Estaba de pie frente a él, insolente, ya no era la amable y sonriente señorita que había estado en su despacho, sino la mujer confiada que se ocultaba debajo del recatado suéter. Aun así podía ver atisbos de la chica que fue. Los rizos castaños le seguían cayendo sobre los hombros en desafiantes olas. Pero parecía haber atemperado su arrogancia con madura moderación. Casi habría dicho que estaba intentando mantenerlo a una distancia profesional.
—¿Tu familia me trató mal? —preguntó mordaz.
—Sí —dijo ignorando el énfasis que había puesto en «familia». Se soltó el brazo—. Realmente entiendo que estés tan enfadado.
—Oh, sí, eso es muy generoso por tu parte.
—Después de todo —siguió en un tono que rozaba con lo amable, mientras se dirigía al sofá tan tranquila como si estuvieran hablando del tiempo—, mi padre te trató realmente mal.
—¿Tu padre? —preguntó otra vez mientras su indignación crecía. ¿Le había roto el corazón y pensaba que tenía que estar enfadado con su padre?—. No puedes pensar en serio que esto tiene algo que ver con cómo me trató tu padre.
—Claro que sí —perdió ligeramente la compostura. Cruzó y descruzó las piernas inquieta—. Querías venganza. Es natural, dado que él no está, que la ejerzas sobre mí.
—¡Es para morirse de risa! —casi se echó a reír por su audacia—. ¿Tratas de que se reduzca mi ira o sinceramente crees que no eres responsable de lo que pasó hace catorce años?
Parecía que no podía seguir sentada. Se levantó bruscamente convertida en la desafiante y rebelde Paula que había conocido. Alzó la barbilla y lo miró directamente a los ojos.
—Tenemos igual parte de culpa en lo que pasó. Ambos tenemos cosas que reprocharnos.
—A ver si lo he comprendido. ¿Me echas la culpa a mí?
Al oír la voz de Pedro más alta de lo normal, el perro, que dormía desde su llegada, alzó la cabeza y parpadeó somnoliento antes de volver a bajarla de nuevo hasta el suelo.
A pesar de su tono confiado, Paula frunció el ceño como si, por un segundo, estuviera desconcertada por su indignación.
—No te echo la culpa sólo a ti. Los dos somos responsables. Y creo que lo mejor sería que los dos habláramos de lo que pasó.
—Yo creo que no.
—Si lo hablamos de un modo abierto —ignoró su afirmación—, creo que podríamos pasar página.
—Oh, ya hemos pasado página muy bien —pero no era así.
Cuanto más hablaba ella, más protestaba él. Y más obvio resultaba que él estaba mintiendo.
—Si pudiéramos simplemente admitir los errores que ambos cometimos…
—¿Los errores que ambos cometimos?
Había cometido el error de confiar en ella. De creer que podía amarlo. De amarla.
Y en ese momento había cometido el error adicional de dejarse manipular e ir allí. No debería haberla visto en primer lugar. La humillación de que toda su empresa hubiera sabido que no podía enfrentarse a su ex habría sido mucho mejor que todo ese lío.
—¿De verdad esperabas que eso fuera lo que sucedería esta noche? —caminó hacia ella—. ¿Pensabas que vendría aquí, me tomaría una copa y nos dedicaríamos a hablar de los recuerdos del pasado?
—No habría utilizado la palabra recuerdos, pero… —parecía sorprendida.
—¿Qué? ¿Luego te daría los cincuenta mil y ya está?
—Bueno, yo… —protestó.
Podía verlo en sus ojos. Eso era lo que había pensado que sucedería.
—Realmente tienes que tener un gran concepto de tu capacidad de conversación —o quizá era más ajustado hablar de su capacidad de manipularlo y controlarlo.
Ella pareció hundirse, se mostró tan desequilibrada como lo estaba él. Pero después se encogió de hombros y dijo:
—Lo que en realidad pienso es que tenemos mucho de qué hablar.
—Pero esta noche no he venido para eso.
Ella dudó un segundo y él pensó que ya la tenía. Imaginó que estaba tratando de mantener la compostura. Entonces sus palabras desmontaron la composición que se había hecho.
—¿Qué estás diciendo, Pedro? ¿Que de verdad has venido esta noche aquí para acostarte conmigo?
—Ése era el plan —dijo en tono severo.
Los separaban pocos centímetros, la miraba desde arriba y ella sostenía su mirada desde abajo.
—¿El plan? Creo que «amenaza» es una palabra mejor.
—No intentes hacer que parezca yo el malo aquí —pero mientras lo decía era consciente de que no había otro papel para él.
Estaba actuando como un imbécil. Lo sabía, pero le daba igual.
¿Qué había esperado ella? No podía haber pensado que él iría sólo a charlar. Como si fueran fanáticos de las conversaciones de té.
—¿Qué quieres de mí, Paula? —la agarró de los brazos y deseó zarandearla por la frustración. En lugar de eso, notó su calor a través del suéter. Los brazos eran pequeños, pero fuertes. Como ella—. Además del dinero, quiero decir. ¿Quieres que me humille y ruegue tu afecto? ¿Quieres que vuelva a enamorarme de ti? ¿Que quede tan cautivado que olvide lo mal que me trataste hace catorce años?
—¿De verdad piensas eso? ¿Que mi plan era tenderte una trampa? —le empujó del pecho y se soltó los brazos—. ¿Que en mi elaborado plan para seducirte y hacer que te enamores de mí otra vez me pondría unos vaqueros y un suéter viejo?
Se tiró del borde del suéter llena de falsa indignación. Como si fuera completamente inconsciente de lo tentadora que resultaba. Como si no hubiera elegido esos vaqueros porque le realzaban las caderas y enfatizaban la estrecha cintura.
Evidentemente, podía no saber todo eso, porque ella seguía hablando como si no estuviese a pocos segundos de quitarle la ropa.
—¿O quizás crees que voy mucho más lejos? A lo mejor piensas que me he inventado toda la situación. Que mi hermano en realidad no está en peligro. Que en realidad no necesito el dinero. Que he pensado que apareciendo ante ti de un modo tan patético conseguiría avivar tu deseo.
Buscó una respuesta, pero no se le ocurrió ninguna. ¿Qué podía decir que no revelara que la deseaba? A pesar de sí mismo, la anhelaba. Recordaba exactamente su sabor. La sensación de tenerla entre sus brazos.
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