jueves, 11 de agosto de 2016

CAPITULO 1: (TERCERA HISTORIA)





Catorce años antes


Quedaban menos de siete kilómetros al límite del condado cuando Paula Chaves vio los destellos azules y rojos por el espejo retrovisor. A su lado, Pedro Alfonso soltó un juramento, algo que raramente hacía en su presencia.


Paula se inclinó sobre la consola de su BMW M3 para mirar el velocímetro y después a Pedro, su marido desde hacía exactamente tres horas y cuarenta y siete minutos.


Habían planeado todo hacía semanas. La mañana de su diecisiete cumpleaños, se escabullirían temprano, irían en coche al juzgado y se casarían en una ceremonia sencilla. 


Una vez casados nada podría separarlos. Ni las ideas arcaicas de su padre sobre las clases sociales, ni el alcoholismo del padre de él.


—No vas demasiado deprisa —dijo ella—. ¿Por qué nos hacen parar?


Pedro apretó los labios. Agarró el volante con las dos manos y apretó hasta que los nudillos se le pusieron blancos. 


Conducía él aunque era el coche de Paula, el que le había regalado su padre cuando había cumplido dieciséis. Como si el precio del regalo pudiera arreglar que se lo hubiese dado tres semanas tarde porque se le había olvidado la fecha.


Pedro, por supuesto, no tenía coche. Su padre tenía un Chevy destartalado encima de unos bloques de cemento delante de la caravana donde vivían. Un mes antes, Pedro había conseguido reunir el dinero suficiente para comprar cuatro ruedas de segunda mano en Mann’s Auto, donde trabajaba al salir del instituto. Había pasado semanas tratando de arrancar el Chevy, hasta que había abandonado al ser consciente de que no podía permitirse un alternador. Entonces también había jurado. Había deseado tanto conducir su propio coche cuando fuesen al juzgado.


Su testarudo orgullo era una de las cosas que más le gustaban de él. Eso y el que, en una ciudad de casi veinte mil habitantes, fuera el único que la veía como algo más que la hija de Antonio Chaves, alguien que debería desear una vida de riqueza y perfección.


El miedo le hizo un nudo en el estómago.


—¿Por qué nos paran? —volvió a preguntar más con la esperanza de que a él se le ocurriera una respuesta razonable que porque pensara que la había. Pedro redujo un poco la velocidad del coche—. A lo mejor tienes fundida una luz trasera.


—No —con cada movimiento del velocímetro, el pulso se le aceleraba un poco más.


—No te pares —ordenó impulsiva.


—Tengo que parar —la miró de soslayo. Iban a menos de cuarenta por hora—. Paula, ¿qué pasa?


—Si te paras, sucederá algo horrible —estaba aterrorizada.


—¿Qué? —presionó.


—No lo sé. Pero algo malo. Lo sé. Ha sido demasiado fácil. Seguro que mi padre hará algo horrible, como hacer que te detengan o algo así.


—No hemos hecho nada malo —arguyó con lógica—. El sheriff no me detendrá.


—Mi padre es prácticamente el dueño de esta ciudad. Siempre puede recurrir a sus colegas para que hagan lo que él quiera.


—Eso no es…


—¿Legal? No, no lo es —había aprendido a no subestimar la determinación de su padre—. Nos pararán. Buscará cualquier excusa para inmovilizar el vehículo. Quizá que es robado. Algo. Falsificarán pruebas. Puede que hasta te peguen.


—Eso era lo que te preocupaba… Por eso me animabas a arreglar el Chevy.


Deseó poder negarlo, pero el pánico la tenía paralizada.


«¿Qué pasa si tengo razón? ¿Qué pasa si encuentran el modo de detenernos? ¿Qué pasa si he estado así de cerca de la felicidad y ahora todo se va al garete?».


—No puedo seguir conduciendo —señaló él tratando de ser razonable—. En algún momento tendré que parar.


—¿No puedes parar en el Condado de Mason? —se resistió—. Tenemos un depósito lleno de gasolina. Puedes llegar a Ridgemore y parar allí frente a una comisaría de policía.


Pero mientras hablaba, el brillo de las luces crecía. Miró por encima del hombro a tiempo de ver un segundo coche de policía incorporándose a la carretera tras el primero.


A Ridgemore quedaban por lo menos veinte minutos aún. Si Pedro no se detenía antes, pensarían que estaban huyendo de la policía. Había visto persecuciones de coches en la televisión. Visto conductores sacados de sus vehículos y golpeados.


—Voy a parar ya —dijo con tranquilidad—. El sheriff Moroney es un hombre razonable. Lo conozco de toda la vida. Hablaré con él. Además, tenemos que enfrentarnos a la gente en algún momento. Ahora puede ser uno bueno.


—No. Es mejor marcharse. Después de parar en Ridgemore podemos ir a cualquier sitio. Dallas. Los Ángeles. Londres. Donde sea.


—No podemos ir a cualquier sitio. Ni siquiera has terminado el instituto y tenemos doscientos dólares entre los dos. Además, no puedo abandonar a mi padre —la miró con dureza—. Puedo cuidar de ti.


—Lo sé —estaban casados, ya nada se interponía entre ellos.


—Todo irá bien. Pronto estaremos juntos.


Siempre decía lo mismo cuando estaban juntos, como si se estuvieran despidiendo.


—Viajaremos a un sitio lejano en el que ni siquiera conoceremos el idioma —dijo ella, como siempre decía. Era parte de su elaborada fantasía—. Tomaremos café en una pequeña cafetería al lado de un parque y pediremos platos que no sabemos pronunciar.


—Estaremos en los mejores hoteles —añadió él.


—Beberemos champán del caro.


—Y te cubriré de diamantes —dijo Pedro dando al intermitente y mirando por encima del hombro.


—Y yo te cubriré de amor —dijo ella triste.


Antes de que Pedro siquiera abriera la puerta, ella saltó del coche.


—Sheriff —empezó, pero él la interrumpió.


—Mantente al margen de esto, Paula.


—No.


El sheriff la miró con dureza e hizo una mueca de desaprobación.


—Esto no tiene nada que ver contigo.


—¿Qué sucede, señor? —preguntó Pedro saliendo del coche.


—Vas a tener que acompañarme, Pedro.


—¿Por qué? —preguntó ella—. No ha hecho nada.


El sheriff no la miró a ella, sus ojos seguían clavados en Pedro.


—El coche que conduces se ha denunciado como robado.


—Es mi coche —intervino ella—. No es robado.


—Está a nombre de tu padre, Paula. No hagas esto más difícil de lo que es.


—No puede hacer esto, no lo permitiré —alzó una mano en dirección al sheriff sin darse cuenta de que uno de sus ayudantes estaba tras ella.


No supo si sería exceso de celo o que habría malinterpretado su gesto, pero el ayudante la agarró de la cintura, le sujetó los brazos y la levantó del suelo. Gritó para protestar.


Pedro se lanzó hacia él, pero el sheriff fue más rápido. Lo empujó con una rodilla y un codo y lo tiró al suelo. Paula pasó de la angustia a la rabia. Golpeó al que la sujetaba sin dejar de gritar. Inútil. No la soltó. No podía ayudar a Pedro.


Miró impotente cómo el chico que amaba, su marido desde hacía menos de cuatro horas, era levantado del suelo y metido tras una reja en el asiento trasero del coche del sheriff. Rogó al sheriff, a su ayudante, pero ninguno la escuchó.







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