martes, 9 de agosto de 2016
CAPITULO 27: (SEGUNDA HISTORIA)
Paula se apoyó en la puerta, pensativa.
—Es una mujer encantadora.
—¿Y eso te sorprende?
—Sí, un poco.
—¿Por qué? Yo no nací por generación espontánea, cariño —rió Pedro, acercándose a ella mientras se desabrochaba el cinturón.
—Pedro… —dijo Paula, con tono de advertencia.
—Me gusta más cuando me llamas Alfonso.
—Ese no es tu nombre.
—Lo es cuando tú lo dices.
Ella tragó saliva.
—Estamos en casa de tu madre.
Pedro puso una mano a cada lado de la puerta, atrapándola.
—Mi madre duerme profundamente. Y está muy lejos de aquí, no oirá tus gemidos.
Paula apretó los labios. No podía negarlo. Pedro sabía cómo hacerla gemir, incluso gritar de placer cada vez que hacían el amor.
—Háblame de tu padre —dijo, desesperada.
—No.
—Quiero saber…
—Ahora no es el momento —la interrumpió él, besándola en el cuello. Y a Paula se le doblaron las rodillas.
Puso una mano en su torso para apartarlo. Gran error. Sus músculos tan duros, su piel…
—Por favor —insistió—. Dices que quieres ganarte mi confianza, ¿no? Pues háblame de él. Cuéntame algo de tu vida.
—Seguirías sin confiar en mí, cariño.
—Quizá, pero me ayudaría a entenderte un poco mejor.
Pedro la miró durante unos segundos. Había un brillo en sus ojos, como si estuviera recordando algo muy doloroso.
—Mi madre te dirá que mi padre fue un héroe. Te dirá que está orgullosa de él… y no te dirá nada más. Pero la verdad es que yo soy el responsable de la muerte de mi padre. Le quité la vida como si le hubiera pegado un tiro en la cabeza.
—¿Qué dices, Pedro? —exclamó Paula, alarmada.
Mientras se lo contaba, su corazón se encogió por el niño de diez años que, entusiasmado con un guante de béisbol nuevo, no se fijó en el camión que bajaba por la calle
a toda velocidad ni oyó los gritos de su padre. Pedro admitió que no estaría vivo hoy si su padre no lo hubiera apartado del paso de ese camión. Juan Alfonso murió instantáneamente.
—Aún oigo el ruido del impacto, el chirrido de los frenos y mis gritos…
Paula se acercó a él, apenada. Era un recuerdo terrible.
Sólo podía imaginar la angustia que habría sentido.
—No fue culpa tuya, Pedro.
—No puedes decir nada que borre mi pena, Paula. Tú querías saberlo y te lo he contado. Eso es todo.
—¿No habrías hecho tú lo mismo? Dime que tú no darías tu vida por la de tu hijo.
Pedro cerró los ojos.
—La vida de mi madre jamás volvió a ser la misma. Tuvo que trabajar y trabajar para sacarnos adelante. Mis hermanos sufrieron también…
—Sí, me imagino que debió ser horrible para todos. Pero eso es lo que hacen los padres, Pedro —murmuró Paula, tomando sus manos para ponerlas sobre su abdomen—. Tienen que proteger a sus hijos. Tú has conseguido tener éxito en la vida y supongo que has ayudado a tu madre…
—Claro. Ahora es feliz —suspiró él—. Por su nieto.
Paula empezaba a entenderlo. Entendía esa obsesión por triunfar, por adquirir más hoteles. Incluso entendía que la hubiera sometido a un chantaje para casarse con ella.
—Me alegro de que me lo hayas contado.
—Yo también me alegro.
La sonrisa de Paula desapareció cuando Pedro buscó sus labios. Cayó sobre él, mareada por el dulce aroma del deseo, intentando apartar de su cabeza todas las dudas.
Lo había acusado muchas veces de ser el causante de la muerte de su padre. ¿Y si estaba equivocada? ¿Y si había incrementado su sentimiento de culpa diciéndole eso? De repente, la ternura que sentía por aquel nuevo Pedro la abrumó y Paula decidió olvidar sus inseguridades.
Aquella noche le haría el amor a su marido sin reservas, sin miedos, sin dudas.
Ya habría tiempo para eso.
Al día siguiente.
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