martes, 13 de septiembre de 2016
CAPITULO 24: (SEXTA HISTORIA)
Pau se quedó a cenar en casa de sus padres. Durante la cena, con Dani a su lado, les explicó lo que pensaba hacer.
Sus planes provocaron una pequeña discusión durante la cual, sus padres le mostraron su preocupación y, aunque Dani no dijo nada, sonrió y levantó los pulgares indicándole que ella la apoyaba.
Al final, por supuesto, Pau se mantuvo firme en su decisión.
Al día siguiente, metió sus cosas en el maletero y en el asiento trasero del coche y se dirigió hacia el oeste.
Pau se disponía a hacer su propia cacería.
Era media tarde cuando Pau entró en Durango después de un largo viaje. Antes de registrarse en el Strater Hotel, como había hecho otras veces, se detuvo en el primer sitio de aparcamiento que vio, sacó el teléfono del bolso y llamó a casa de Pedro. Para su sorpresa, él contestó al segundo timbrazo.
—Alfonso al habla.
Aliviada por saber que él había regresado sano y salvo, lo saludó.
—Hola, Alfonso, ¿cómo estás?
—¡Paula! ¿Has recibido mi mensaje?
Ella frunció el ceño.
—¿Qué mensaje?
—Te llamé ayer, a los diez minutos de llegar a casa, y te dejé un mensaje en el contestador.
Pau se quejó para sí. Siempre revisaba los mensajes del contestador automático, pero el día anterior no lo había hecho.
—No, no lo he oído. Es que no estoy en casa, Pedro.
—¿Dónde estás? —preguntó sorprendido.
—Estoy aquí, en Durango, a poca distancia de tu casa.
Él se quedó en silencio un momento.
—Entonces, ven ahora mismo. ¿Me has oído?
Ella sonrió.
—Sí, Pedro, te he oído. Estaré ahí en unos minutos.
—Más te vale.
Pau solo sacó dos cosas del coche. Llevaba una en cada mano cuando llamó al timbre de casa de Pedro. Cuando se abrió la puerta, comenzó a reír.
Pedro estaba apoyado en el marco de la puerta. En una mano, tenía una bolsa de chocolatinas. En la otra, las tiras doradas de las sandalias que ella llevaba puestas el día que él la recogió.
—Hola —dijo él, y la dejó pasar.
—¿Dónde las has encontrado? —preguntó ella—. Me he vuelto loca buscándolas.
—Estaban metidas bajo el asiento de mi coche —se rio él—. Si lo recuerdas, las tiraste a la parte de atrás cuando te pusiste las botas.
—Gracias por encontrarlas, son mis favoritas.
—Las mías también —miró sus manos—. ¿Y tú qué llevas ahí? —señaló la tela doblada que llevaba en una mano y la sombrerera redonda que llevaba en la otra.
—Esto, creo que es tuyo —le entregó la tela.
Él reconoció el pañuelo que le había prestado la última noche de cacería.
—Y esto es un regalo para ti —le dijo, y le entregó la sombrerera.
Él la miró asombrado.
—¿Un regalo para mí? ¿Por qué ibas a comprarme una sombrerera antigua?
Ella lo miró y suspiró con impaciencia.
—Ábrela y descúbrelo por ti mismo, Pedro.
Pedro le entregó las sandalias, el pañuelo y la bolsa de chocolatinas. Después agarró la sombrerera y la dejó sobre el sofá. Desató los lazos y abrió la tapa con cuidado.
—¿No va a saltarme nada a la cara?
—Pedro, ¡por favor! —Pau negó con la cabeza—. Eres un tipo duro. Abre la maldita caja.
Riéndose, él abrió la tapa y sacó un sombrero Stetson con cuidado.
—Paula… ¿Porqué?
—Ese no tiene un agujero de bala —dijo ella con una sonrisa—. Yo me he comprado uno exactamente igual.
—Eres tremenda —dijo él, y se puso el sombrero antes de estrecharla entre sus brazos y agradecérselo con un beso apasionado.
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