martes, 6 de septiembre de 2016

CAPITULO 1: (SEXTA HISTORIA)




Desde luego, era una mujer despampanante.


Pedro arqueó una ceja al ver a la mujer que acababa de llamar al timbre de su casa.


— ¿Señor Alfonso?


Pedro sintió un hormigueo en la base de la espalda. Su voz tenía el efecto de un chorro de miel deslizándose por su cuerpo. Sus ojos eran del color del brandy, su cabello del color del vino tinto. Y combinados, producían un calor parecido al que provocaban esas bebidas al ingerirse.


—Sí—contestó orgulloso de su calmado y casi aburrido tono de voz, cuando aburrimiento era lo último que sentía. Arqueó una ceja y permaneció allí de pie, vestido de manera casual pero elegante.


— ¿Puedo pasar?—preguntó ella, y arqueó una ceja, imitándolo.


El hormigueo se hizo más intenso. Hacía mucho tiempo que una mujer no le causaba ese efecto en el primer encuentro. Y, pensándolo bien, ninguna mujer había tenido ese efecto sobre él.


— ¿Cómo se llama?—preguntó él.


—Paula Chaves—contestó ella, y le tendió una delicada mano—. Ahora, ¿puedo pasar?


Él le estrechó la mano, dio un paso atrás y abrió más la puerta para dejarla entrar. Sentía curiosidad por aquella valiente mujer que se atrevía a entrar en el apartamento de un desconocido.


—Gracias —dijo ella, y pasó junto a él caminando erguida y con seguridad.


—¿Qué puedo hacer por usted, señorita Chaves? —preguntó él. «Aparte de tomarla en brazos y llevarla a mi habitación», pensó, y se amonestó después.


—¿Puedo sentarme? —preguntó al entrar al salón y ver una butaca de cuero.


—Sí, claro. ¿Le apetece un café? —no estaba dispuesto a decirle que sería la primera cafetera que pondría al fuego desde que se había despertado media hora antes de que ella llamara al timbre. De hecho, todavía tenía el cabello mojado después de la ducha.


—Me encantaría, gracias —sonrió ella.


Él contuvo un gemido. Su sonrisa lo había deslumbrado. 


¿Qué diablos le sucedía? Solo era una mujer. Bueno, una mujer despampanante.


—Por supuesto. Tardaré un minuto —Pedro se metió en la cocina, tratando de escapar de sus encantos.


Ella lo siguió hasta la habitación.


—Espero que no le importe, pero también podemos hablar aquí.


«Para ti es fácil decir eso», pensó Pedro.


—No, no me importa, siéntese. ¿Le apetece algo con el café? ¿Galletas, magdalenas, bollitos rellenos calientes…? «¿Yo?».


«Ya basta, Alfonso», se regañó a sí mismo.


Ella se sentó en una silla y preguntó:
—¿De qué son los bollitos calientes?


—De arándanos —dijo él, y sacó dos tazas de un armario.


—Entonces sí, por favor —sonrió ella—. El de arándanos es mi favorito.


Aquella sonrisa iba a provocarle una crisis nerviosa. Esa mujer era letal.


—¿Lo quiere caliente?


—Sí, por favor —sonrió de nuevo.


Pedro sacó dos bollitos y los metió doce segundos en el microondas. Después dejó las tazas de café, un cartón de leche, azúcar y dos cucharillas sobre la mesa.


—¿Quiere mantequilla o mermelada? —preguntó antes de sacar los bollitos.


Ella negó con la cabeza, moviendo su melena rojiza. En ese mismo instante, Pedro decidió que le encantaba su cabello. Era curioso, porque él siempre había preferido las mujeres rubias…


Se sentó frente a ella y fue directo al grano.


—Bueno, ¿qué ha venido a hacer a Durango y qué puedo hacer por usted? —le preguntó.


—Quiero que encuentre a un hombre para mí —dijo ella, con voz calmada.


«¿Y qué tengo yo de malo?», pensó Pedro. Sabía a lo que ella se refería.


—¿Por qué?


—Porque necesitan que lo encuentre —dijo en un duro tono de voz.


Él sonrió.


—¿Quién y por qué?


—Mi hermana, mi padre, mi madre, yo, y la ley.


—¿La ley? ¿Por qué?


Ella respiró hondo, como para contener la rabia.


—Por la violación y el asesinato de una joven y por el intento de violación de otra.


—¿Quién la ha enviado aquí?


Paula arqueó las cejas.


—Usted es un conocido cazador de recompensas y tiene una excelente reputación.


—Ajá —sonrió él, y preguntó de nuevo—: ¿Quién la ha enviado aquí?


—Sus primos.


—Cariño, tengo muchos primos. Dígame algunos nombres.


—Maty y Lisa.


—Ah, las Amazonas gemelas —sonrió al recordar a sus primas, Mátilda, o Maty, una expolicía, y Lisa, la abogada—. ¿De qué las conoce?


—Lisa es mi abogada. Ella me presentó a Maty —le explicó—. Pero yo ya conocía a su madre. Ella fue mi profesora de Historia en la universidad.


—¿Es usted de Sprucewood? —era su pueblo natal en Pennsylvania, donde vivía antes de mudarse a Colorado. Su madre enseñaba Historia en Sprucewood College. Y su padre era el jefe de la policía local.


—No —negó con la cabeza—. En realidad no. Soy del barrio residencial de las afueras.


—Y el hombre que quiere encontrar es Jay Minnich, ¿verdad? —antes de que ella pudiera responder, añadió—: ¿Es usted la que sufrió el intento de violación?


—No —contestó ella—. Mi hermana pequeña, Daniela. La mujer que él asesinó era la mejor amiga de Dani.


—Eso leí —admitió Pedro.


—¿Lo buscará? —preguntó en tono de súplica—. Tendrá una recompensa —añadió ella.


—Lo sé… Diez mil dólares —dijo como si esa cifra no significara nada para él—. Los ofrece su padre, el fundador y presidente de Sprucewood Bank.


Ella frunció el ceño al oír su tono de voz, pero respondió en tono neutral.


—Sí, pero mi padre ha aumentado la recompensa.


—¿Cuándo? —sin duda, Pedro se habría enterado si lo hubieran anunciado. Y no había oído nada al respecto.


—Ahora.


—¿Repítalo? —se sentía como si se hubiera perdido una parte.


—Deje que le explique.


—Adelante —la invitó a continuar. Se llevó la taza a los labios y la miró fijamente por encima del borde.


—Dani tiene una crisis emocional —dijo con voz triste—. Desde que sucedió todo, se ha encerrado en sí misma. Le aterroriza la posibilidad de que aquel hombre vuelva para matarla, puesto que fue ella quien lo identificó. No sale de casa… Nunca —hizo una pausa y suspiró—. De hecho, apenas sale de su habitación, y siempre se encierra con llave. Incluso nosotros, los familiares, tenemos que identificarnos para que abra la puerta. Y en cuanto entramos, la vuelve a cerrar.


—Es terrible —dijo Pedro—. Es una experiencia horrible para cualquier mujer, sobre todo para alguien de su edad —Pedro había leído que la chica no tenía más de veinte años. Y también sabía que la mujer que estaba frente a él era un poco mayor.


—Sí —dijo Paula, y continuó al cabo de un instante—. Aunque confiamos en que, tarde o temprano, la justicia encuentre a ese hombre, por la tranquilidad de Dani nos gustaría encontrarlo cuanto antes. Por eso mi padre me ha encargado que busque al mejor caza recompensas y le ofrezca una cifra más alta.


Por la información que él había recogido, Pedro sospechaba que ese hombre estaba escondido en algún lugar de las Montañas Rocosas. Aunque hacía poco había oído un rumor acerca de que lo habían visto entre Mesa Verde y la Montaña de San Juan, ésa seguía siendo una zona muy amplia para buscar. Pedro ya había pensado en la posibilidad de buscar a aquel hombre, pero todavía estaba muy cansado después de su último trabajo. Aun así, el dinero no le iría mal.


—¿Cuánto más? —preguntó con escepticismo.


—Un millón de dólares.


«Por un millón de dólares merece la pena», pensó Pedro, sin importarle lo cansado que estaba. Una cifra así era suficiente para recargar de energía a cualquiera. Si eso lo convertía en un despiadado, mala suerte. Los chicos buenos rara vez atrapaban a los malos. Incluso los policías tenían que ser despiadados a veces. Él lo sabía, tenía a muchos en su familia.


—¿Y bien? —una mezcla de impaciencia y ansiedad marcaba su tono de voz—. ¿Aceptará el trabajo?


—Sí —dijo él—. Haré una batida por las montañas para encontrarlo.


—Bien —suspiró—. Yo iré con usted.


Durante un instante, Pedro estuvo a punto de estallar y de soltarle montones de negativas.


Sin embargo, soltó una carcajada.


—No creo —le dijo—. No voy a cuidar de la hija de un hombre rico mientras recorre las montañas con sus zapatos de tacón.


Paula golpeó el suelo con uno de sus zapatos y dijo:
—Señor Alfonso, no necesito que nadie cuide de mí, gracias. Sé cuidar de mí misma.


—Sí, claro —se mofó él—. En un restaurante elegante o en una tienda de moda. Regrese a casa junto a su papá, pequeña —le advirtió—. Yo lo buscaré solo.


—No creo —soltó ella—. Esta vez habrá dos cazadores en las montañas.


Pedro se rio de nuevo.


Debería haber mantenido la boca cerrada.



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