miércoles, 24 de agosto de 2016

CAPITULO 19: (CUARTA HISTORIA)




Pedro no sabía qué hacer con Paula. Últimamente estaba muy nerviosa. Hablaba muy rápido, sin decir nada en particular. Él no le había hecho comentario insinuante alguno, no había intentado tocarla y ciertamente tampoco se había permitido el lujo de quedarse a solas con ella. Y eso lo estaba matando.


Había transcurrido una semana entera desde la fiesta de homenaje y, desde entonces, Paula no había vuelto a ser la misma. Había preguntado tanto a Karen como a Tamara si le había sucedido algo, pero las dos se habían limitado a sonreír sin pronunciar palabra. Lo cual quería decir que efectivamente había sucedido algo tremendamente importante, y que además se había convertido en un secreto entre las tres mujeres. Se estremeció: nada le daba más miedo que una mujer guardando un secreto.


Se decidió por el todoterreno y no por la moto, dada la especial entrega que tenía que hacer a la señorita Paula Chaves. Ese domingo quería ver a Paula luciendo una genuina y enorme sonrisa. Quería sorprenderla, ganarse su confianza para que pudiera rendirse al deseo que estaba a punto de estallar entre ellos. Una vez que tuvo el regalo en el asiento de al lado, puso rumbo a su apartamento. Le inquietaba que pudiera no gustarle o que leyera demasiadas cosas en aquel gesto suyo, pero no había podido resistirse.


No le había preguntado, y ella no se lo había dicho, si su padre había vuelto a ponerse en contacto. Pedro ya había puesto en marcha su plan de asumir todas las deudas de su padre, con la condición de que nunca más volviera a llamarla o acercarse a ella por razón alguna. Su abogado había resuelto todo el papeleo, de manera que ahora solo tenía que esperar a que el acuerdo fuera firmado. Pero no deseaba molestarla con eso en aquel momento. La llamó al móvil nada más aparcar en la puerta de su edificio de apartamentos.


—¿Puedes bajar? Estoy aparcado justo en la puerta.


—Claro. ¿Pasa algo malo?


—Oh, no. Pero bájate el bolso porque pienso llevarte a un sitio.


—Umm… de acuerdo. Dame unos minutos.


Cinco minutos después, se abrieron las puertas del vestíbulo y apareció Paula luciendo una camiseta blanca de tirantes y unos téjanos cortos, de bordes deshilachados, que revelaban sus bronceadas y bien torneadas piernas. Se había recogido la melena por detrás, en una cascada de rizos. Estaba sencillamente adorable.


Escondiendo la sorpresa detrás de la espalda, se estiró para abrirle la puerta.


—¿Seguro que no se trata de nada malo? —le preguntó ella nada más subir al todoterreno—. No habrán vuelto a allanar la oficina, ¿verdad?


Sin pronunciar una palabra, sonrió y le mostró el regalo.


—¡Oh, Dios mío!


—¿Te gusta? —le preguntó, sosteniendo el peludo cachorrito.


Vio que se iluminaba su expresión mientras acunaba amorosamente contra su pecho la bolita de pelo blanquinegro.


—Oh,Pedro, me encanta, es precioso… ¿Es tuyo? No sabía que tuvieras un cachorro.


—Lo acabo de comprar.


—Cuando te mencioné que quería tener un perro, tú nunca me dijiste que también querías tener uno —sonrió.


Pedro arrancó de nuevo y puso rumbo a su casa. Un lugar al que nunca había llevado a ninguna de sus mujeres.


—Yo no quiero tener un perro, pero tú sí. Me lo dijiste dos veces. Es para ti.


—Pero Pedro… no puedes comprarme un perro solo porque un día te dijera que… No podré tenerlo en el apartamento. 
Seguro que está prohibido, y además no voy a quedarme allí toda la vida.


—Se quedará en mi casa. Pero mientras dure este proyecto, será tuyo.


Desviando la mirada de la carretera por un momento, vio que se mordía el labio, con los ojos llenos de lágrimas. Agarró con fuerza el volante en medio de un tenso silencio. No quería leer la gratitud en sus ojos, no quería que lo mirara como si fuera una especie de héroe.


—No es para tanto —le dijo—. Nada más verlo en el albergue para perros, me dije que necesitaba un buen hogar.


—¿Fuiste a un albergue para perros abandonados?


—Sí, ¿por qué?


—Yo habría pensado que preferirías comprar uno de raza. Con pedigrí.


—Que tenga dinero no significa que me haya olvidado de mis orígenes —abandonó la autopista—. Nuestra familia no tiene pedigrí alguno, Paula. Mis padres murieron cuando casi todos estábamos todavía en el instituto y tuvimos que trabajar duro cuando nos fuimos a vivir con la abuela, que ya era muy mayor. No veo razón alguna para tirar el dinero cuando hay perros por ahí necesitados de un hogar y de gente que los quiera.


«Dios mío», pensó. Lo único que había hecho Paula era preguntarle por el perro y él acababa de soltarle un sermón como si fuera un infocomercial de la Sociedad Protectora de Animales.


—No sé qué decir —murmuró ella con voz llorosa—. Nunca nadie había tenido conmigo un gesto tan… tierno.


Cada vez más incómodo, Pedro sonrió.


—¿Qué tal si le pones un nombre?


Dejó de abrazar al cachorrito para estudiarlo detenidamente.


—De niña siempre quise tener un perro grande que se llamara Jake.


—Bueno, el empleado del albergue me aseguró que era un cruce de San Bernardo, así que supongo que será bastante grande —rio—. Y Jake me parece un buen nombre. Se me ocurrió que podíamos llevarlo a casa, para que fuera acostumbrándose.


—¿Pero qué harás con él cuando yo me vaya? —quiso saber Paula.


—Conservarlo, por supuesto. Pero, por ahora, es tuyo.


Minutos después avanzaba por el elegante sendero de entrada de su casa, flanqueado de palmeras. Tenía que admitir, aunque solo para sí mismo, que no estaba preparado para pensar en la marcha de Paula.


Ese y no otro tenía que ser el motivo del nudo de emoción que se le había formado en la garganta. ¿Desde cuándo se había vuelto tan sentimental?


—Tienes una casa preciosa —comentó Paula mientras él aparcaba el todoterreno en el garaje de cuatro plazas.


Pedro apagó el motor y bajó con las bolsas de provisiones que había dejado detrás del asiento.


—Gracias. Estoy buscando el terreno perfecto para construirme yo mismo una, pero todavía no lo he encontrado. Me gustaría quedarme en Miami —la ayudó a bajar del vehículo.


Contempló el edificio de tres plantas decorado con estuco beis, provisto de un elevado porche de columnas blancas. 


Sí, estaba bien, pero él quería cambiar. Mejorar siempre.


Siguieron al perro, que se dirigía a un lateral de la casa. De repente se preguntó por lo que estaría pensando y sintiendo. 


¿Recordaría que la pelota seguía en su tejado, a la espera de que se decidiera a profundizar en su relación personal? 


Aquella espera lo estaba matando, pero sabía que el premio, la propia Paula, merecería la pena.


—¿Irás a la boda de Matias, verdad? —le preguntó.


Alzó la mirada hacia él, protegiéndose los ojos del sol.


—No había pensado en ello. ¿Por qué?


—Es el fin de semana que viene —de repente ya no se mostró tan confiado. ¿Por qué tenía aquella mujer la capacidad de minar su coraje? ¿Y por qué en ese instante estaba conteniendo el aliento, mientras reunía fuerzas para formular su siguiente pregunta?—. ¿Te gustaría acompañarme?


—No creo que fuera una buena idea —retrocedió un paso.


—Es una idea estupenda —insistió él, acercándose—. Trabajamos juntos, nos vemos fuera de horas de trabajo. Has causado una buenísima impresión a Tamara y a Karen. ¿Por qué no deberías ir?


—Una boda es algo muy personal, un acontecimiento reservado a familiares y amigos íntimos.


Antes de que pudiera seguir retrocediendo, Pedro se lo impidió tomándola suavemente de los hombros.


—Tú eres una amiga, Paula. Y yo quiero que intimemos aún más.


En un impulso, la besó. La apretó contra sí, abrazándola de la cintura: sus cuerpos parecían encajar perfectamente. Ella le echó los brazos al cuello.


—Dios mío, te deseo tanto… —murmuró contra sus labios.


Paula le acunó entonces el rostro entre las manos, para mirarlo fijamente.


—Sé que te estoy volviendo loco de tanto esperar. Yo también me estoy volviendo loca, pero necesito estar segura. ¿Puedes entenderlo?


Acostumbrado como estaba a correr riesgos desde siempre, no lo entendía, pero estaba dispuesto a intentarlo. Cuando finalmente poseyera a Paula, querría tener más de una noche para explorar su cuerpo, para enseñarle cosas, para venerarla. No quería que se arrepintiera después.


—Ven a la boda conmigo.


Paula lo besó delicada, tiernamente.


—Está bien, iré —se apartó—. Y ahora, ¿qué te parece si metemos a Jake dentro y le damos de comer?


Pedro sonrió. Nunca antes había tenido que suplicar por una cita, pero tampoco nunca se había sentido tan entusiasmado por la perspectiva. Se moría ya de ganas de que llegara el día de la boda. Una vez que hubiera terminado la ceremonia y el banquete subsiguiente, sabía que Paula dejaría de resistírsele. No podría seguir haciéndolo con aquella atmósfera de amor y cariño envolviéndolos… y el hecho de que tanto la familia como unos cuantos amigos afortunados estarían invitados a pasar la noche en la mansión de Star Island.



****


Pedro aceleraba a fondo su Harley. Por fin se había efectuado una detención relacionada con el allanamiento de la oficina de un mes atrás, y dado que aquel día no se había pasado por las obras, había decidido ir a comunicárselo a Paula en persona. Le sorprendió no encontrarla en la obra, así que se dirigió a la oficina. Estaba vacía. Volvió a salir y se acercó a uno de los obreros.


—No está aquí, señor Alfonso —le dijo el hombre, todo sudoroso—. Tuvimos que llamar a una ambulancia…


—¿Una ambulancia? —exclamó, preso del pánico—. ¿Está herida? ¿Se ha caído?


—Se ha deshidratado. Se la llevaron hará unos diez minutos. Aquí fuera hace un calor de mil demonios y ella siempre está insistiendo en que bebamos lo suficiente. Supongo que se olvidó de hacerlo ella misma.


—Si necesitáis algo, llamadme al móvil —le dijo Pedro, corriendo ya de regreso a la moto—. Voy ahora mismo al hospital.


Sin perder el tiempo, arrancó la Harley y llegó al hospital en un tiempo récord. Maldijo para sus adentros. ¿Cuántas veces le había recordado que no estaba acostumbrada a un calor como el de Miami? Furia, preocupación, miedo: todos esos sentimientos lo acompañaron en el camino hasta la sala de urgencias. Después de haber mentido a la enfermera diciéndole que era un familiar, le dejaron por fin entrar en la habitación.


Paula, vestida todavía con su camiseta blanca, sus téjanos cortos y sus botas, descansaba conectada a una bolsa de suero, atendida por una enfermera. Nada más verlo, puso los ojos en blanco.


—¿En serio te han llamado para que vengas?


Pedro entró en la habitación y corrió la cortina.


—No, fui a las obras para hablar contigo y uno de los miembros del equipo me lo contó.


—No me sueltes otro sermón —siseó cuando la enfermera le pinchó el brazo para extraerle sangre—. Ya sé que tenía que beber y permanecer hidratada, pero ahora mismo estoy demasiado cansada para discutir.


Pedro se echó a reír mientras se aproximaba al otro lado de la cama.


—Debes de estar muy cansada cuando tienes tan pocas ganas de discutir.


—Muy bien, señorita Chaves —dijo la enfermera, recogiendo sus cosas—. El médico llegará en seguida.


—Estupendo —suspirando, Paula se recostó en la cama—. ¿Qué es lo que tenías que decirme? —le preguntó a Pedro.


—¿Qué? Oh, nada que no pueda esperar —no tenía otro deseo que mirarla, asegurarse de que estaba bien… Porque en cuanto hubo superado la sorpresa inicial de que se la habían llevado en ambulancia, se había temido lo peor.


Paula cerró los ojos, apoyando las manos sobre su vientre plano. Pedro detestaba ver la aguja clavada en la delicada piel de su muñeca.


—No pienso irme a ninguna parte —le dijo ella—. Puedes contármelo tranquilamente antes de marcharte.


—Yo tampoco pienso marcharme a ninguna parte —le tomó la otra mano entre la suyas.


Abriendo los ojos, volvió la cabeza para mirarlo y sonrió.


—Estoy bien, Pedro. Simplemente tengo que quedarme aquí tumbada mientras me hidratan. De aquí a un par de horas estaré como nueva.


—Me quedo contigo.


—Entonces dime lo que querías decirme.


—Se ha producido una detención en relación con el allanamiento de la oficina.


—¿Quién? —se sentó en la cama, sorprendida.


—Nate. Alegó que estaba enfadado y que quería darte una lección.


—El muy imbécil… ¿cómo es que han tardado tanto en detenerlo?


—Abandonó en seguida el estado. Victor y yo contratamos a un detective para que le siguiera la pista. Lo detuvieron en Michigan —se llevó su diminuta mano a los labios—. Lo juzgarán y pagará por su delito.


—¿Tú crees?


—Sí —se sentó en el borde de la cama—. Ya no tienes que preocuparte de nada. Ni del allanamiento, ni de tu padre, ni del divorcio. Ni siquiera del proyecto —y añadió con una sonrisa—: ¡Vaya, no puedo creer que haya dicho esto último…!


Paula se echó a reír. Justo la reacción que él había estado buscando.


—Muy bien, doctor Alfonso. Estoy cansada. Voy a cerrar los ojos por un momento, ¿de acuerdo?


Pedro asintió y continuó mirándola mucho después de que se hubiera quedado dormida. Cuando entró la enfermera para reponer la bolsa de suero, él seguía sentado tomándole la mano. No recordaba haberse preocupado nunca tanto por una mujer que no fuera su hermana. Con ninguna había pasado tantas horas en un hospital, y por algo tan poco grave. Ahora que pensaba en ello, eran muchísimas las cosas que estaría dispuesto a hacer por Paula y que no había hecho jamás por ninguna de sus amantes. Y eso que Paula Chaves ni siquiera lo era




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