Unos días después, Paula estaba intentando controlar un dolor de cabeza cuando Garardo Malloy entró en su despacho.
—Garardo, por favor, cierra la puerta. Acabo de saber que ha habido una inundación en el Royal Phoenix.
—¿Los daños son cuantiosos? —preguntó él, con una calma que para ella desearía.
—El primer piso, que acababa de ser reformado, ha quedado destrozado. La nueva moqueta, los muebles, todo… necesito que compruebes si estaba asegurado. Puede que tengamos una nueva demanda entre manos… La compañía de seguros debe estar contentísima con nosotros. El director del Chaves Phoenix cree que la culpa ha sido de una cañería defectuosa.
—Muy bien, lo comprobaré.
—Tenemos que hacer lo que sea para que el agua no llegue al vestíbulo. Tú sabes lo orgulloso que estaba mi padre de ese hotel… decía que era el mejor de todos. Había encargado esculturas y cuadros especialmente para la entrada… Estoy rezando para que nada de eso haya quedado destruido.
Gerardo asintió con la cabeza.
—No te preocupes, Paula. Yo me encargo de todo. ¿Vas a estar aquí esta tarde?
Paula suspiró.
—No, esta tarde tengo una cita fuera de la oficina y no puedo cancelarla. No te dejaría solo con este lío si no fuera importante.
Él sonrió.
—No te preocupes, yo me encargo de todo. Puedes contar conmigo.
—Eso hago —suspiró Paula—. Pero llámame si descubres algo sobre Phoenix. Puedes llamarme a casa esta noche.
Tres horas después, el humor de Paula había pasado de malo a pésimo. Había visitado a su ginecólogo y, sin la menor duda, estaba embarazada de seis semanas. Las pruebas de embarazo que se había hecho en casa no la habían engañado.
Y eso significaba que Pedro Alfonso era el padre de su hijo.
Paula conducía por la 405 en estado de shock. Lo había sospechado, pero cuando el médico anunció: «estás embarazada», el impacto de la situación la golpeó como una bofetada. El niño nacería durante la primavera. Su niño. La realidad de que en menos de ocho meses tendría a su hijo en brazos le parecía… abrumadora.
Estaba embarazada de verdad.
Unas semanas antes de la muerte de su padre, había concebido un hijo. Pero Nicolas Royal no lo sabría nunca porque Pedro Alfonso, el padre de ese niño, podría ser el responsable de su muerte.
Los ojos de Paula se llenaron de lágrimas. Las apartó rápidamente de un manotazo para aclarar su visión, pero no podía apartar el dolor de haber perdido a su padre.
—Te echo de menos —murmuró, apretando el volante.
Podría no haber sido un padre perfecto. Esperaba tanto de ella… pero la quería mucho. Era como si, tras la muerte de su esposa, hubiera puesto todo su amor en ella. Y esperaba de Paula la misma devoción.
Pero su padre y su madre se habían ido y saber que estaba sola en el mundo, salvo por algunos parientes lejanos, la entristeció de una manera terrible.
Cuando su estómago empezó a rugir de hambre se dio cuenta de que no estaba sola. Un niño estaba creciendo en su interior. Paula sonrió. A pesar de todo, querría a aquel niño. Y serían una familia.
Salió de la autopista en Sunset Boulevard y se dirigió hacia su casa en Brentwood para meterse en una bañera de agua caliente y comer algo después. O intentarlo al menos. Pulsó el botón que abría la puerta del garaje justo cuando otro coche se detenía en la entrada. Paula salió del garaje y miró con curiosidad al hombre en vaqueros y camiseta que acababa de salir de un deportivo…
Por un segundo su corazón se aceleró al recordar aquellos paseos por la playa con un guapísimo extraño. Pero cuando miró hacia abajo descubrió algo que la sorprendió aún más.
—¿Botas?
—Nacido en Texas.
—¿Me estás siguiendo?
—No. Ha sido una coincidencia —sonrió Pedro.
—No lo creo. Y no tenemos nada que decirnos, señor Alfonso.
—¿Señor Alfonso otra vez?
—No voy a dejar que compre la empresa de mi padre, así que por favor, salga de mi propiedad.
—Tienes que entrar en razón, Paula. Ven a dar un paseo conmigo. Iremos a charlar a algún sitio tranquilo…
—Pedro, por favor, déjame en paz.
—Entiendo que ahora mismo estés disgustada conmigo y…
—¡Mi padre acaba de morir! Y tú eres la última persona que lo vio con vida. No sabes cómo siento haberte conocido y…
—Por favor, cálmate —le rogó él—. ¿Qué te pasa? Estás muy pálida.
—Es culpa tuya.
—Paula, por favor…
—Quiero saber qué le dijiste a mi padre ese día.
—Y yo quiero hablar contigo sobre la cadena de hoteles Chaves. Parece que los dos queremos algo, ¿no? Como ahora no es buen momento para ti, ¿qué tal si cenamos juntos mañana y contesto a todas tus preguntas?
Paula vaciló. Necesitaba darse un baño y comer algo. Tenía que cuidar de sí misma. Lo que no quería era tener un ataque de nervios delante de Pedro Alfonso. No dejaría que la viera así.
—Muy bien. Pero será una cena rápida.
—Vendré a buscarte a las ocho. Y no llevaré las botas.
Paula lo vio alejarse en el coche sintiendo… un millón de complejas emociones. Recuerdos del misterioso extraño al que había conocido en la playa no dejaban de aparecer en su cabeza. Pero Pedro Alfonso no era más que un frío hombre de negocios dispuesto a quedarse con la empresa que su padre había levantado trabajando durante toda su vida.
—Bueno, cariño —murmuró, tocándose el abdomen—. Ese era tu padre.
* * *
Había algo sorprendente en la bella señorita Chaves. Quizá era el reto que representaba para él. Quería su empresa, pero después de pasar unos días con ella había descubierto que no le importaría disfrutar de otros beneficios.
Paula había conseguido curar su aburrimiento en el Wind Breeze, rompiendo la rutina del trabajo y permitiéndole momentos de relajación. Y cuando no estaban relajándose estaban haciendo el amor.
Pedro intentó olvidar las imágenes de su hermoso cuerpo desnudo sobre la cama. Cada vez que pensaba en ella de esa manera, su pulso alcanzaba una velocidad preocupante.
Y Paula no podía soportarlo, evidentemente. Parecía creer que había tenido algo que ver con la muerte de su padre.
Pedro bajó del coche con el maletín en la mano y se dirigió a su ático. ¿Cómo podía pensar eso?
Seguía de mal humor cuando abrió la puerta y se encontró con su madre y sus dos hermanos en la terraza, abriendo una botella de champán.
—¿Y esta sorpresa? Qué alegría verte, mamá.
—Tus hermanos me han traído sin decirte nada. ¿Se te ha olvidado que hoy es tu cumpleaños, Pedro?
—Ah, es verdad —sonrió él—. Es que he estado muy ocupado últimamente. Pero habíamos decidido celebrarlo el mes que viene en Florida, cuando tú cumplas…
—No lo digas —lo interrumpió su madre.
—Te arriesgas a perder la vida —rió Valentin.
—Tonterías. No me da ninguna vergüenza cumplir sesenta años —protestó ella—. Pero hoy es tu cumpleaños y tus hermanos me han dicho que trabajas demasiado, cariño.
—Estoy intentando cerrar un trato que pondrá a Tempest en primera línea, mamá.
Raquel Alfonso sonrió, dejándose caer sobre una silla.
—Me siento tan orgullosa de vosotros, hijos. De los tres. Sólo esperaba…
No terminó la frase, pero los tres sabían a qué se refería.
Pedro miró a Valentin, que miró a Agustin que, a su vez, miró a Pedro. Ninguno de los tres quería mirar a su madre a los ojos.
—¿Cuántos años cumples, Pedro, treinta y tres? —bromeó Agustin.
—Si tú lo dices.
—Agustin, tú sabes que tu hermano cumple treinta y dos. Todos mis hijos se llevan dos años.
—Sí, pero Pedro es el mayor —dijo Valentin. Y aquello empezaba a sonar como cuando eran pequeños y se señalaban el uno al otro después de alguna trastada.
—Por Pedro —dijo su madre, levantando su copa—. Mi hijo mayor. Feliz cumpleaños, cariño.
Valentin y Agustin lo felicitaron también antes de tomar un sorbo de champán.
—Recuerdo el día que naciste. No parece que fuera hace tanto tiempo —murmuró Raquel, pensativa—. Contigo lo pasé peor que con los demás. Antes de que nacieras no comía nada, sufría náuseas por las mañanas, apenas tenía apetito… El médico estaba preocupado porque perdí mucho peso… pero contigo el parto fue más rápido —su madre suspiró—. Y ahora eres el director de una gran empresa. ¿Os he contado que la hija de Larissa Brown va a tener otro niño y que su hijo pequeño se casa esta primavera?
—No, no lo sabíamos —sonrió Valentin—. ¿Lo sabías tú, Pedro?
Él negó con la cabeza, pero permaneció con la boca cerrada.
—Mamá, me han dicho que por fin vas a hacer un crucero —intervino Agustin, para cambiar de tema.
—Sí, Larissa me ha convencido para que vaya con ella. Dice que no sé lo que me estoy perdiendo… tantas actividades, tantos bailes. Nos vamos en dos semanas.
Agustin siguió preguntándole a su madre por las vacaciones para evitar que siguiera lanzando indirectas. Y Pedro se lo agradeció. Nunca le había importado ser el mayor ni haberla ayudado a criar a Valentin y a Agustin, pero ahora Raquel Alfonso quería más de la vida. Y miraba a Pedro para que moviese ficha.
Esa noche cenaron en The Palm, un restaurante conocido por su especialidad: langosta gigante de Nueva Escocia. Era el sitio favorito de su madre en Los Ángeles. En las paredes había caricaturas de personas famosas que frecuentaban el local y cada vez que iban Raquel intentaba averiguar si habían añadido alguna nueva.
Estaban sólo los cuatro y a Pedro le gustaba así. A él no le iban las grandes fiestas. Eso era más del gusto de Valentin.
Agustin y él llevaban el hotel Tempest en Texas, Nuevo México, Colorado y Arizona mientras Pedro controlaba todos los hoteles de California, desde San Diego a Hollywood y San Francisco. También estaba a cargo de adquisiciones, siendo el mejor negociador de los tres. Y pronto añadirían el Maui Paradise a la cadena.
Pero Pedro quería más. Quería los Chaves. Si pudiera adquirir esos hoteles, la cadena Tempest se habría deshecho de su gran competidor. Y para ello sólo tendría que hacer que Paula viera las cosas a su manera.
En realidad, estaba deseando volver a verla.
No hay comentarios:
Publicar un comentario