jueves, 25 de agosto de 2016

CAPITULO 22: (CUARTA HISTORIA)




Pedro acababa de colocar las crepes en la bandeja cuando sonó su móvil. Lo recogió del mostrador de la cocina, rezando para que no fuera Melanie otra vez. Su ex le había enviado tres mensajes de texto durante la noche, que él había ignorado y borrado.


Afortunadamente, no era ella. Era su abogado.


Pedro, hemos localizado al padre de la señorita Chaves.


Se volvió para asegurarse de que Paula no había abandonado todavía el dormitorio. La había dejado durmiendo con la intención de sorprenderla y llevarle el desayuno a la cama.


—¿Ha aceptado firmar el contrato? —le preguntó Pedro—. ¿Tan fácil ha sido?


—Bueno, una denuncia a la inspección de Hacienda intimida a cualquiera. Con su firma, todas sus deudas, están saldadas. Todo arreglado.


Fue como si de repente se hubiera librado de una inmensa carga. Ahora sabía que, cuando Paula y él se separaran, ella podría continuar con su vida sin aquella opresiva amenaza, vivir sin miedo alguno. Aunque tendría que seguir fiscalizando aquel asunto durante un tiempo, utilizando para ello a su detective privado, solo para asegurarse de que su padre se atenía a los términos del acuerdo.


Cortó la llamada y sacó el frasco de sirope del armario. 


Ahora sí que podría agasajar a Paula con un sabroso desayuno y un beso de buenos días. Una vez cargada la bandeja, regresó al dormitorio. Paula se removía bajo las sábanas.


—Espero que te gusten las crepes.


Se estiró perezosamente y volvió a cubrirse con la sábana, sujetándola bajo los brazos.


—Ya sabes que me encanta comer, así que seguro que me gustará.


Dejó la bandeja sobre su regazo y se inclinó para darle un beso.


—Me gusta ver a una mujer que no le tiene miedo a la comida.


—Ya te lo dije —sonrió de oreja a oreja—. Hasta ahora has salido con las mujeres equivocadas.


Aquella sutil broma lo dejó conmovido.


—Estoy empezando a darme cuenta de ello —murmuró contra sus labios antes de besarla de nuevo.


No podía analizar sus sentimientos, no ahora. Quizá nunca. 


Aquel estado de incomodidad que lo había estado acosando durante días, semanas, lo confundía de nuevo. ¿Cómo podía expulsar a aquella mujer de su cama… y de su vida? 


Parecía algo imposible. ¿Realmente podría plantearse una relación a largo plazo con ella?


Se apartó, profundamente afectado por el vuelco que le había dado el corazón ante aquel repentino descubrimiento.


—Cómetelas antes de que se te enfríen.


—¿Tú no vas a desayunar?


—No, ya tomé algo de fruta y un zumo mientras se hacían tus crepes.


Después de colocarse la servilleta sobre el regazo, Paula recogió el frasco de sirope y se sirvió un poco en el plato.


—Pareces como ausente… ¿Te encuentras bien?


—Sí, claro —se sentó en el borde de la cama—. Es que acabo de atender una llamada de negocios. No esperaba ponerme a trabajar tan rápido.


—Trabajas demasiado, Pedro —cortó un pedazo de crepe y se lo llevó a la boca—. Yo creía que ahora mismo solo estabas trabajando en el proyecto de Lawson.


—Era algo que no podía esperar. Me alegro de haberlo terminado, y además antes de lo que esperaba.


—De esa manera podrás dedicar más tiempo… a cosas más importantes.


—Absolutamente —sonrió, inclinándose por encima de la bandeja para apoderarse de su boca.


Se moría de ganas de decirle lo mucho que significaba para él, pero no se atrevía a hacerlo por miedo a que viera demasiadas cosas en ello. Se apartó.


—Si quieres podemos sacar a pasear a Jake, para que se desfogue un poco.


—¿Puedo tomar una ducha primero?


—Claro.


La dejó para retirarse a su despacho, en el otro lado de la casa. Quería leer el contrato que su abogado le había enviado por fax, para asegurarse de que no tuviera ninguna laguna jurídica. Todo tenía que estar perfecto, hasta el último párrafo, si quería terminar con aquel asunto… y seguir adelante con su vida. Porque lo haría: tendría que hacerlo, tan pronto como Paula estuviera cien por cien a salvo. Para cuando terminó de leer el documento, estaba más que satisfecho con el trabajo de su abogado. Firmó el contrato y regresó al dormitorio. Oyó cerrarse el agua de la ducha justo cuando recogía la bandeja de la cama. Llevó los platos a la cocina y los dejó sobre el mostrador. Su asistenta se encargaría de eso después.


De vuelta en la habitación, vio que Paula aún no había salido del baño. Acababa de levantar la mano para llamar cuando la puerta se abrió de golpe. El rostro de Paula estaba bañado en lágrimas. Se había puesto la bata de seda negra que solía dejar colgada detrás de la puerta. La agarró de los hombros, alarmado.


—¿Qué pasa?


—Absolutamente nada. Todo está perfecto. Ese es el problema.


Ante la mirada asombrada de Pedro, se puso a pasear de un lado a otro del dormitorio, descalza sobre la moqueta blanca.


—No sé a qué te refieres…


—Soy tan feliz… que me siento culpable —se detuvo de pronto—. No creo que mi madre experimentara ni un solo gramo de la felicidad que he llegado a sentir durante estas últimas semanas. Y eso me pone triste.


Consciente de que se encontraba en un terreno nada familiar, Pedro retrocedió un paso, vacilante. Sabía que cada palabra que pronunciara podía transmitirle una falsa esperanza para el futuro.


—Paula, no te sientas culpable. Seguro que eso sería lo último que querría tu madre. Lo que querría sería precisamente que fueras tan feliz como ahora.


Vio que relajaba los hombros, dejaba caer las manos a los costados y bajaba la cabeza. Luego lo miró, con una solitaria lágrima resbalando por una mejilla.


—¿Sabes una cosa? Si no te hubiera amado antes… te amo ahora.


—Paula, yo no puedo…


Su sonrisa le rompió el corazón.


—Lo sé —susurró al tiempo que enganchaba los pulgares en la cintura de sus bóxers y empezaba a bajárselos—. Déjame demostrártelo.


El nudo de la bata de seda se deshizo con un simple tirón. 


Paula dejó caer los brazos a los lados mientras él le deslizaba la prenda por los hombros. Echándole los brazos al cuello, besó su mandíbula sombreada por la barba. Y él la abrazó por la cintura con un gemido de necesidad.


—No dudes nunca de mis sentimientos por ti —le susurró ella al oído—. Y no te mientas a ti mismo.


Obviamente sabía muy bien lo que estaba haciendo porque, justo cuando él iba a preguntarle por lo que quería decir, se apoderó de su boca al tiempo que le acariciaba sensualmente la espalda.


—Basta —gruñó con voz ronca.


Levantándola en vilo, la llevó al diván, frente al jardín. La brisa del mar entraba por las puertas abiertas de par en par, besando sus cuerpos desnudos. Una vez que la tuvo allí tendida, dispuesta a recibirlo, fue a por un preservativo y volvió para instalarse entre sus piernas. Sin palabras, sin besos, entró en ella. Pero, al cabo de un momento, se detuvo.


—No te detengas —le pidió—. No dudes.


Pedro apretó los dientes.


—Contigo no puedo dominarme, Paula. No puedo controlarme, no puedo ir más despacio…


—Entonces no lo hagas.


Cuando ella lo miró con aquel deseo en los ojos, estuvo perdido. Se inclinó hacia ella, sujetándose con una mano en el brazo del diván y tomándola de la cintura con la otra, y comenzó a moverse.


El deseo hizo presa en él y, cuando estuvo a punto de cerrar los ojos, la miró. En su mirada vio el amor y supo que, si alguna vez llegaba a amar a alguien, Paula sería la elegida. 


No ansiaba otra cosa que hacerle feliz, pero tenía el corazón herido y no estaba dispuesto a volver a correr riesgos.


Así que cerró por fin los ojos y juntos cayeron al abismo.





No hay comentarios:

Publicar un comentario